13/1/11

Khayman, mi Khayman.

"[...] También le gustaba la sangre de sus víctimas, claro está. No hacía falta decirlo. No formaba parte de su pequeña broma. La muerte no era divertida para él. Acechaba en silencio a su presa, no quería conocer a sus víctimas. Todo lo que tenía que hacer un mortal era hablarle, y él daba media vuelta. No estaba bien, según su opinión, hablar con esos dulces seres de ojos cálidos y luego engullir su sangre, romper sus huesos y sorber su médula, estrujar sus miembros hasta escurrir totalmente la pulpa. Y era así como se alimentaba ahora, con tanta violencia. Ya no sentía mucha necesidad de sangre; pero la deseaba. Y el deseo lo dominaba en toda su pureza arrebatadora, muy distinta de la sed. En una sola noche, podía hacer un festín y despachar tres o cuatro mortales.

Pero estaba seguro, absolutamente seguro, de que una vez había sido un humano. De que había andado bajo la luz y el calor del día; sí, una vez lo había hecho, aunque evidentemente, ahora no podía. Se imaginaba sentado en una mesa de madera, cortando por la mitad un melocotón maduro con su pequeño cuchillo de cobre. Era bello el fruto que tenía ante sí. Conocía su sabor. Conocía el sabor del pan y de la cerveza. Veía el sol brillando en la monotonía amarilla de la arena, que, afuera, se extendía kilómetros y kilómetros. Túmbate y descansa en el calor del día, le había dicho alguien una vez. ¿Era el último día en que había estado vivo?[...]"

La Reina de los Condenados, Anne Rice

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